En estos últimos años, no he podido evitarme fijarme en la cantidad de móviles que, como salido de debajo de las piedras, se han ido apoderando lenta pero inexorablemente de las manos, atención y cerebro de la gente... sobre todo de los más jóvenes. Antes, ya era raro ver en el instituto a zombies del móvil caminando por los pasillos. Era más habitual las famosas piñas, los grupitos que montaban mucho escándalo, gente que hablaba entre sí, de cosas poco interesantes, pero por lo menos había un mínimo de comunicación.
No se les podía pedir que leyesen un libro, pero por lo menos, había comunicación. En poco más de dos años, hemos contemplado como las cabezas de agachaban, como las nucas se resentían, los pulgares se desplazaban veloces por pequeños teclados (táctiles o no) para comentar la última tontería del cerebro del propietario.
Hoy es una plaga. Una auténtica epidemia mundial. Una pandemia. Voy por la calle y tengo que ir esquivando a adolescentes que van mirando una pantalla luminosa, comentando esto, hablando con su vecino de al lado, que también está centrado en ese chisme tecnológico. Cuando voy al instituto me deprimo. Hay gente que deja conversaciones a mitad porque el móvil le reclama, cual mascota virtual de los años noventa. Gente que se ríe y luego mira el móvil. Como si solo viviesen para él. Y, lo que me parece más grave, ese tipo de gente que va a clase solo por mirar a escondidas ese trasto engendrado por la tecnología. Para hablar con Pepito o para mirar alguna de las redes sociales más famosas. ¿Nunca piensan en sus padres? ¿En el dinero que están pagando para que ellos/ellas puedan estudiar, sacarse una carrera, tener un futuro mejor que acabar en la cola del paro? ¿Alguno de esos 'zombies' piensa (válgame el oxímoron) que si está en clase, por muy aburrido que sea, es por algo? ¿Tomar apuntes? ¿Prestar atención? Creo que eso es una grave falta de respeto hacia el profesor...
Luego se comete la gran paradoja.
Comunicación. Tanto móvil y tanta tecnología para luego dar de bruces con el muro de la incomunicación, del aislamiento, de gente que no sabe comentarte las cosas antes de que sea demasiado tarde (que el viernes quedas, que el martes hay que preparar algo, que habría que mira cómo formar y repartir un trabajo... o sencillamente, hablar pacíficamente de un asunto espinoso). Ese tipo de gente que puede pasarse horas y horas contemplando una pantalla luminosa, pero luego no saben comunicarse con otra persona, independientemente si tengan o no contacto con ella en las redes sociales.
Es bastante triste. De hecho, es una paradoja tan grande, que posiblemente, en algún punto del universo, se esté produciendo una fisura espacio-temporal tan grande que el universo mismo diga de corregirse. El caso es, ¿cómo lo hará?
No habrán sido pocas las veces las ganas de darle un golpe al estúpido aparato para estrellarlo en las narices del dueño o dueña, para que despierte de una vez de su coma móvil. No habrán sido pocas las veces las ganas de señalarle al profesor que este o aquel está otra vez con el móvil. Esa actitud ansiosa, casi de adicto, que presentan algunas personas de mi entorno a esconder el móvil y al poco rato volver a sacarlo, mirarlo y volver a esconderlo. Y vuelta a empezar. Es una de esas conductas que muchos psicólogos seguramente anden un tanto babeantes por analizar.
Estudiaría, de hecho, psicología para entender tan extraño comportamiento humano. La gente habla mucho. Pero no dice nada.
¿Cuándo se despertarán los jóvenes, cuándo se alejarán del móvil y empezarán a descubrir los pequeños detalles del día a día? Sinceramente, dudo mucho que viva alguno de nosotros para ver esa utopía.