La gente parece maja, buen rollo, buen compañerismo... pero como a toda estatua le pasa, poco a poco la máscara que lleva esa falsa realidad se le cae poco a poco. Al principio no te quieres dar cuenta, quieres seguir en tu mundo feliz de columpios y trabajos divertidos. Un trozo o dos de esa máscara caen. Y entonces, cuando un gran pedazo de la mejilla sigue el camino de las pequeñas migajas, no puedes evitar mirar. Pero mirar de verdad.
Y lo que ves, te asusta, te acongoja. No es lo que te prometían, no es lo que te decían. Mentiras y más mentiras. Te quieres encoger pero la mirada de la estatua, su auténtica y franca mirada, te ha atrapado, pues sus ojos son dos pozos negros cuales agujeros negros del infinito espacio exterior.
No puedes rechazar lo evidente. Sigues cada día, desanimado, sintiéndote engañado, traicionado, dolido... engañado otra vez. Y almacenas el rencor de las mentiras, las guardas como si fueran un bonito tesoro del Gran Ojo. Mentiras, demasiado grandes para no verlas, demasiado enormes para intentar ya esconderlas.
Sientes ese desánimo... sin ganas, abandonado, sufriendo en silencio... Y luego te enciendes. Lo odias todo. Odias a tus compañeros, odias el trabajo que haces a disgusto, odias los madrugones. Y estallas. Estallas como lo hizo Nïra cuando descubrió lo que un demonio le había hecho a su gran amor.
Te apagas, te serenas y buscas algo bueno en el día a día para superar ese dolor. Y empiezas de nuevo, pero sabiendo la gran mentira de la estatua. Rencor y más rencor. Y otro día más que pasa te joden con algo nuevo. Y sabiendo que es todo mentira, no dejándote engañar, estallas con más facilidad.
Una falsedad dijeron, una mentira intentaron mantener, pero el tiempo ha mostrado sus auténticas caras... y dan más miedo que el mismísimo diablo de Tombstone.